domingo, 19 de abril de 2009

No se si es necesario viajar hasta Münich para ver a una japonesa borracha, a dos japonesas borrachas, incluso a tres japonesas con carita de porcelana borrachas como una cuba, pero el espectáculo es maravilloso.
En la cervecería Holfbräuhaus, bajo el denso vapor de espuma agria, había una reata de niponas desmadradas con un ojitos de almendra inyectados en sangre. Con resortes de gata, una de ellas trepó por una columna y , desde el capitel, se arrojó en plancha sobre el cuello de un alemán de 150 kilos de espesor, el cual no dejo por eso de cantar el vals lleno de regüeldos con un litro de cerveza en lo alto de un puño.
Las cervecerías en Munich, son como almacenes renacentistas con capacidad para 5000 borrachos de buen tamaño.
Los techos de color chocolate, las columnas chaparras que sostienen porches sucesivos , las pareces con cornamentas de antílopes, ciervos, renos y otras cabras, las lamparas de hierro feroz, el templete de la orquesta, las arcadas pintadas de obispos con báculos de oro, guerreros barbudos, vírgenes gótica de cuello blando que miran ensimismadas la orgía, constituyen el escenario donde el paisano de Munich encuentra cada tarde su alma, dentro de una salchicha blanca a la medida de un estomago del siglo XV, en el fondo de un cubo de cerveza.
Todas las cervecerías de Munich son las mismas a efectos del rito, que consiste en beber hasta derrumbarse a plomo a los pies de las bancadas y de las mesas corridas, al son alegre de una música de Baviera de mucho metal. Las meadas en una cervecería de Munich son tan largas que a uno le da tiempo de trabar con el vecino una profunda amistad de toda la vida al son de la música de Los Pajaritos.

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